Me sigue sorprendiendo encontrarme
con gente de este “gremio” pastoral (catequistas, animadores, etc.) que
no terminan de encajar muy bien la distancia entre ese Ideal que anuncian con
la debilidad y limitaciones de sus propia vida. No sé si tenemos suficientemente
meditado aquello de San Pablo sobre el “tesoro en vasijas de
barro”. Lo cierto es que en ese Evangelio del que hablamos se nos cuelan
con demasiada frecuencia otros mensajes que tienen más que ver con nuestros
propios deseos, miedos o necesidades no confesadas.
Quizás por eso reconozco que me cuesta cada vez más identificarme con
esos brillantes documentos que elaboran muchos grupos y movimientos sobre el
“Perfil del animador en la fe”. Yo al menos termino pensando si existen en la
realidad esas mujeres y hombres perfectos e intachables, coherentes y bien
formados que suelen describir esas páginas. Evidentemente parto de que
anunciamos al Señor desde nuestras pobrezas: Él cuenta con ellas.
Dicho
lo cual, sí creo que tenemos determinados “defectos de fábrica” que se nos
pueden colar sutilmente en nuestros ambientes y que, a mi entender, pervierten
la raíz misma de nuestra identidad evangelizadora. Me permito citar algunos…
§ El desencanto permanente
Pocas cosas hay más
patéticas que el anuncio de una Buena Noticia hecho por personas que viven en
una continua queja hacia todo y todos: los jóvenes, los valores de hoy, la
falta de medios, las injusticias que supuestamente sufren, el no sentirse
apoyado, los defectos de todos los que les rodean… En realidad, una
auténtica crítica debería estar reñida con la frustración y la desesperanza.
Lo que ocurre en esos casos es que la fe que se anuncia simplemente
termina no siendo creíble: no trasluce la Bondad e Incondicionalidad de Dios,
ni genera la percepción de los demás como hermanos e hijos/as de un mismo
Padre. Para evangelizar una realidad, por muy adversa o dura que sea, hay
que aprender primero a aceptarla –con sus luces y sombras– y, más aún, amar
todo lo bueno que encierra. Y sólo después, tratar de transformarla según los
valores del Reino. Cuando en cambio se juzgan entornos y situaciones
simplemente en función de unos objetivos ideales que no se alcanzan, todo se
vuelve amargura. También resultan demoledores los especialistas en comparar
personas e iniciativas pastorales con otros centros o grupos “modelo”, sin
respetar la historia, la diversidad y la riqueza propia de aquellos que tienen
delante. Todos estos son caminos sin salida.
§ La tentación de los números
Es algo muy presente ya en la Biblia, pero no hemos terminado de
superarlo. ¡Qué mal solemos llevar los templos y asambleas vacías! No está nada
claro que la autenticidad de la experiencia creyente esté en consonancia con la
cantidad de fieles. Las parábolas de Jesús hablan más bien de levadura,
semilla, de tesoros escondidos; no debe ser por casualidad. Puede ser normal
sentirse decepcionado ante determinadas propuestas que hacemos sin recibir el
eco esperado, especialmente cuando llevan detrás horas de preparación y empeño.
La cuestión es la forma que tenemos a veces de encajar nuestros fracasos.
Personalmente, desconfío de los que “pasan lista” de los ausentes en los
encuentros y convocatorias. Suele haber una tendencia demasiado fácil a
recriminar a otros, frente a muy poca autocrítica. ¿No será más bien que a
veces ofrecemos actividades que simplemente no encajan con las necesidades
reales de los destinatarios? ¿Y no puede ocurrir que sigamos ofreciendo las
respuestas de siempre a un mundo que no deja de cambiar? Porque la verdad es
que cuando ofrecemos experiencias que tocan el corazón, no hace falta recurrir
a grandes estrategias de marketing y menos a imponer la asistencia obligatoria…
§ La inflación del ego
Me confieso culpable de conjugar el verbo “evangelizar” pensando
mucho en los demás y poco en mi permanente necesidad de conversión. Con
ello, me sitúo en un continuo riesgo de percibirme sólo como sujeto, agente,
protagonista. Y terminar llenando mi anuncio de mis propias proyecciones. No me
parece que sea sólo mi problema. He conocido pocos entornos de Iglesia libres
de protagonismos y rivalidades entre pequeños grupos. Parece inevitable. Ya San
Pablo ya alertó contra los “superapóstoles” que van desobraos y son
auténticos especialistas, sí, pero en generar mal rollo y división. Su cinismo
es arrojar piedras a los tejados ajenos olvidando que los suyos también son de
cristal. Pienso que los cristianos deberíamos ser referentes en el
trabajo en equipo, pero muchas veces damos un verdadero antitestimonio en este
sentido. A consecuencia, demasiados planes pastorales se rompen por la
necesidad de figurar de unos y las envidias mal disimuladas de otros. Se nota
especialmente en los procesos de relevo de los responsables de parroquias y
centros: hay quienes, con evidente falta de tacto, llegan a un nuevo destino
para arrinconar todo lo anterior y pretender que todos se amolden a su
infalible forma de ver las cosas. Y ya la cosa rechina cuando se trata de
legitimar esas actitudes en nombre de Dios…
Por suerte, seguro que
somos capaces de reconocer a nuestro alrededor mucha más generosidad e ilusión
que debilidad. Estas tres amenazas mencionadas tienen su contrapartida en
tantas personas sencillas, bondadosas, que ponen siempre buena cara; que
trabajan en la sombra y sin esperar recompensa. Damos gracias por ellas y
pidamos la capacidad para encajar la debilidad propia y ajena, para ganar en
esa mirada compasiva y paciente que sólo puede venir del Espíritu.
Fernando Alés Portillo
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