martes, 20 de agosto de 2019

Danzar la Vida, la mística de la proximidad en Madeleine Delbrel 


El pasado mes de junio llegó a mis manos el libro de Mariola López Villanueva: Madeleine Delbrel, una mística de la proximidad. Tras profundizar en sus escritos y en su vida, Mariola nos ayuda a rescatar a Madeleine invitándonos a reflectir y actualizar a través de sus textos una mística tremendamente actual para los hombres y mujeres del siglo XXI.

Madeleine vivió en el París obrero de Irvy, un barrio tremendamente secularizado en el que se sintió invitada a tejer una espiritualidad de lo cotidiano. Los años después de la II Guerra Mundial y hasta el concilio, años de intensa vida apostólica para Madeleine, fueron años en los que redescubrir a Dios en el corazón de ciudad. Madeleine, como laica, ejerció toda su vida profesional como asistente social en Irvy con un deseo profundo: humanizar la acción social, poner corazón en cada encuentro, en cada persona animada y deslumbrada por su experiencia personal de Jesús de Nazaret.
Me animo a rescatar algunos elementos del libro a modo de rasgos sugerentes de su vida y su obra con el deseo de alentar el sentir y gustar de esta mujer que encarna sin duda el ser contemplativa en la acción del siglo XX:

Soltar amarras

Soltar amarras será un primer paso al que nos invita Madeleine para vivir profundamente la mística de la proximidad. Vivirnos confiadas, sin miedo y dejándonos llevar por esa llamada interior que nos invita a ser “la eclosión de lo que ya habita en nuestro interior” (CE, 57). Soltar amarras en la vida laical tiene mucho que ver con ser fieles a nosotras mismas desde una respuesta honesta al sueño de Dios sobre cada uno y cada una de nosotras. A veces no es fácil soltar amarras, nuestros contextos no facilitan tejernos en diversidad sin miedo. Por eso, para Madeleine no se trata de un esfuerzo sobrehumano y superyoico, se trata de “danzar la vida”: Haznos vivir nuestra vida (..) como una fiesta sin fin donde se renueva el encuentro contigo, como un baile, como una danza entre los brazos de tu gracia, con la música universal de tu amor” (NG, 86).

Perforar lo cotidiano

Los años después de la II Guerra Mundial en un barrio obrero y secularizado como Irvy no eran un lugar cómodo y sencillo en el que vivir la vocación de servicio y lucha por la justicia como oportunidad de encuentro con Dios. En medio de la multitud de las calles, del metro…en medio de esa cotidianidad Madeleine aprende el “arte de las perforaciones”, este arte de hacerse hueco en lo pequeño y que requiere aprender a silenciar nuestro trajín interior en cualquier momento de nuestro día “Nuestras idas y venidas, los momentos en los que nos vemos obligados a esperar para pagar una cola o para que haya sitio en el autobús, son momentos de oración preparados para nosotros, en la medida en que nosotros estemos preparados para ello” (AC, 219). Esta capacidad de Madeleine para estar sencilla y constantemente en presencia de Dios y con conciencia del regalo de cada momento, se hace hoy en día más necesaria aún, en medio del ruido externo e interno en el que estamos envueltos. Y es que su invitación es abrazar la Vida en todas sus dimensiones desde una mística de lo pequeño y de cada situación que se nos presenta “Hay que aprender a estar solo cada vez que la vida nos reserva una pausa. Y la vida está llena de pausas que podemos descubrir o malgastar” (AC, 100).



Enraizada en el mundo

Frente a una idea pelagiana de compromiso por la pobreza y las situaciones de vulnerabilidad, Madeleine nos invita a vivir la caridad como pasividad, como un don que se ha de recibir. Porque solo desde la conciencia de ser perdonadas nosotras mismas, tendremos la capacidad de que la acción amante de Dios penetre en el mundo (CE 87). Madeleine es una mujer de su tiempo, humana, poeta, amiga, enredada por sufrimientos de su familia…en medio de esa realidad eminentemente humana, se siente tan deslumbrada por Dios que brota en ella un cariño desmedido desde la conciencia de su propia pobreza: Dios requiere corazones sólidos donde puedan cohabitar cómodamente nuestras miserias en pos de curación (AC 86). Estar enraizada en el mundo para Madeleine tiene que ver con sentir la realidad del mundo obrero, con los hombres y mujeres de Costa de Marfil tras su viaje a África o con los asiduos al número 11 de la Rue Raspail. Descentrarse de sí misma y dejarse descolocar por el sufrimiento de su tiempo. Su mensaje se enraizaría hoy en la indignación al sentir el sufrimiento de las 107 personas que llevan más de 17 días frente a la isla de Lampedusa sin poder llegar a puerto. Algunos ya saltan del Open Arms porque empiezan a perder el sueño de la esperanza.

Desiertos en el corazón de la ciudad

Los años en Irvy ofrecieron a Madeleine la oportunidad de descubrir una calidad de encuentro cuando se da un anhelo auténtico de deseo de trascendencia, ese deseo escrito en el corazón humano. Para ella la oración es como la función de respirar, algo natural y propio de nuestro ser. El desierto es la oportunidad de abandonar el yo para decir el nosotros más inclusivo que deba pronunciarse (AC 233). Uno de sus más bellos poemas expresa ese encuentro como anhelo, y esa relación con ese Dios que solo sabe amar en nosotras:

“Los que aman a Dios han amado siempre el desierto;
Y por eso, a los que aman,
Dios no puede negárselo.
Y estoy segura, Dios mío, de que me amas
Y de que, en medio de esta vida tan saturada,
Atrapada por todos lados por la familia,
los amigos y todo lo demás,
no puede faltarme en desierto
En el que se te encuentra” (AC 99)


En el mes de marzo en Sevilla, tendremos la oportunidad de conocer y de dejarnos traspasar por la mística de Madeleine en un fin de semana en la casa de ejercicios de Dos Hermanas con Mariola López Villanueva. Y es que los que aman el desierto, Dios no puede negárselo.


Teresa González Pérez, 18 de agosto, Día de San Alberto Hurtado de 2019