El odio y el miedo
“Hola, me llamo Siham y soy abuela, madre, esposa y, ante todo, soy frutera. Me crié muy lejos de Europa, de España, de ti. Pero pasé la mayor parte de mi vida viviendo cerca de ti. Quizás no recuerdes a tu vecina, pero seguro que recuerdas la frutería de abajo de tu casa. Quizás no recuerdes mi nombre ni el de mi frutería, pero seguro que recuerdas el sabor de la fruta y de las hortalizas que tu madre y tú comprabais cada semana. Recuerdo bien a tu madre, era una buena mujer. Quizás tú ya no recuerdes con nitidez su rostro, pero yo tengo grabado el olor de su pelo negro cuando entraba en la tienda. Ella era suave y delicada, como pensaba que serían tus modales y tu corazón, como denotaba cuando acariciaba el género y lo observaba. No estaba permitido tocar la comida en mi tienda, pero ella era una excepción. Ella tenía el espíritu de muchas mujeres de mi tierra natal, las cuales analizan minuciosamente el género antes de comprarlo, lo huelen, lo observan y sutilmente lo acarician sin manosearlo en exceso. En mi tierra la gente está en contacto con el agua y la arena, con el árbol y la piedra. En mi tierra la gente mira el desierto de frente, sin titubeos. Por eso, a veces, el sol les ciega y hasta les enloquece. Tu madre me recordaba a mi tierra.
¿Y tú? Me pregunto qué estarás haciendo ahora. No siento curiosidad por ti, sino por lo que la vida hace con gente como tú. Confío en que si no te ha devuelto la faena, lo hará pronto. No te deseo sufrimiento, pero sí te deseo que aprendas como yo aprendí muchas cosas el día que destrozaste mi negocio. En mi pueblo natal hay un dicho: “No respondas a tu enemigo con la venganza, la verdad puede ser menos soportable.”
Quizás tampoco lo recuerdes, pero la frutería de abajo de tu casa era conocida en toda la ciudad. Yo no era consciente entonces, pero cuando tuve que cerrarla, estuve recibiendo cartas y clientes en casa durante todo un año preguntándome qué había pasado con la tienda. Me hablaban de la calidad de mis frutas, del sabor de las hortalizas, de las nuevas recetas que les habían inspirado sus colores y su sabor. Me contaban desde el punto de cocimiento justo que debían alcanzar mis patatas para disfrutar al máximo de su sabor sin que dejaran de ser una unidad compacta y natural, hasta los trucos que habían aprendido para diferenciar con atino el punto de maduración de las frutas más sensibles. Mis clientes habían aprendido. Habían vuelto a ser como los niños de mi pueblo que, como expertos, recorríamos los huertos para inspeccionar qué frutas y hortalizas podían ser recolectadas. No era raro ver por las mañanas a los más pequeños de pie, delante de una mata, muy quietos y concentrados mirándola. Cuánto me alegraba ver a algunos niños del barrio, como tú, haciendo ese mismo gesto al encontraros con nuevas peras, manzanas, berenjenas o puerros, porque cada producto era diferente allá en mi tienda de abajo.
Quizás nunca miraste el cartel, pero El oasis de Assad se llamaba la frutería de abajo. El día que decidiste robarme todo el género y tirarlo al río me hiciste daño, pero no por la razón que tú crees. Los proveedores comenzaron a tener problemas para hacerme llegar el género, y les rogué que me enviaran un lote más de cada producto antes de que se hiciera imposible el abastecerme. Lo lograron. La frutería de abajo era verdaderamente un oasis dentro de esta ciudad llena de oportunidades de competir y desértica de oportunidades de compartir. A mi frutería venían a comprar personas de toda condición, y eso hacía que nuestro barrio fuera diferente. Todos los comercios se beneficiaron de esa mezcla de color y tradición que como un río bañaba nuestras calles de vida y cubría nuestros agujeros de abandono y corrupción. Y a todos ellos, a mis clientes, yo les debía una explicación. Quería regalársela con la última compra. Con una última visita yo les contaría verdaderamente quién era yo, y por qué ya no volverían a disfrutar del sabor de mi pequeño oasis. Pero no pude, porque de un día para otro decidiste vaciar mi tienda, y ya no hacía falta ninguna explicación. Ya para siempre la frutería de abajo sería recordada porque fue desvalijada por unos jovenzuelos imprudentes, y si ya nunca volvió a abrirse, sería por el temor de la dueña a que volviera a ocurrir. Normal en un barrio como ese. Demasiado había durado el sueño de la frutería de abajo.
Pues bien, tan solo quiero decirte que desde jovencita he sido frutera. Allá en Siria, mi nación, aprendí a amar todo lo que la tierra nos da. Mi origen está en algún rincón cercano al lago de Assad. Mi nombre es Siham, he pasado mi vida siendo tu vecina y la dueña de la frutería de abajo, y ahora me toca regresar. Quiero ver qué ha sido de mi hogar y mis raíces. Sé que destrozaste mi negocio porque no soportabas que acudieran al barrio gente diferente a ti, y lo siento, pero espero que soportes esta verdad. Pues la comida con la que te has alimentado tantos años provenía de un país que en nada se parece al tuyo, y fue recolectada por niños que en nada se parecen a ti. Y mira cómo has crecido…”
¿Y tú? Me pregunto qué estarás haciendo ahora. No siento curiosidad por ti, sino por lo que la vida hace con gente como tú. Confío en que si no te ha devuelto la faena, lo hará pronto. No te deseo sufrimiento, pero sí te deseo que aprendas como yo aprendí muchas cosas el día que destrozaste mi negocio. En mi pueblo natal hay un dicho: “No respondas a tu enemigo con la venganza, la verdad puede ser menos soportable.”
Quizás tampoco lo recuerdes, pero la frutería de abajo de tu casa era conocida en toda la ciudad. Yo no era consciente entonces, pero cuando tuve que cerrarla, estuve recibiendo cartas y clientes en casa durante todo un año preguntándome qué había pasado con la tienda. Me hablaban de la calidad de mis frutas, del sabor de las hortalizas, de las nuevas recetas que les habían inspirado sus colores y su sabor. Me contaban desde el punto de cocimiento justo que debían alcanzar mis patatas para disfrutar al máximo de su sabor sin que dejaran de ser una unidad compacta y natural, hasta los trucos que habían aprendido para diferenciar con atino el punto de maduración de las frutas más sensibles. Mis clientes habían aprendido. Habían vuelto a ser como los niños de mi pueblo que, como expertos, recorríamos los huertos para inspeccionar qué frutas y hortalizas podían ser recolectadas. No era raro ver por las mañanas a los más pequeños de pie, delante de una mata, muy quietos y concentrados mirándola. Cuánto me alegraba ver a algunos niños del barrio, como tú, haciendo ese mismo gesto al encontraros con nuevas peras, manzanas, berenjenas o puerros, porque cada producto era diferente allá en mi tienda de abajo.
Quizás nunca miraste el cartel, pero El oasis de Assad se llamaba la frutería de abajo. El día que decidiste robarme todo el género y tirarlo al río me hiciste daño, pero no por la razón que tú crees. Los proveedores comenzaron a tener problemas para hacerme llegar el género, y les rogué que me enviaran un lote más de cada producto antes de que se hiciera imposible el abastecerme. Lo lograron. La frutería de abajo era verdaderamente un oasis dentro de esta ciudad llena de oportunidades de competir y desértica de oportunidades de compartir. A mi frutería venían a comprar personas de toda condición, y eso hacía que nuestro barrio fuera diferente. Todos los comercios se beneficiaron de esa mezcla de color y tradición que como un río bañaba nuestras calles de vida y cubría nuestros agujeros de abandono y corrupción. Y a todos ellos, a mis clientes, yo les debía una explicación. Quería regalársela con la última compra. Con una última visita yo les contaría verdaderamente quién era yo, y por qué ya no volverían a disfrutar del sabor de mi pequeño oasis. Pero no pude, porque de un día para otro decidiste vaciar mi tienda, y ya no hacía falta ninguna explicación. Ya para siempre la frutería de abajo sería recordada porque fue desvalijada por unos jovenzuelos imprudentes, y si ya nunca volvió a abrirse, sería por el temor de la dueña a que volviera a ocurrir. Normal en un barrio como ese. Demasiado había durado el sueño de la frutería de abajo.
Pues bien, tan solo quiero decirte que desde jovencita he sido frutera. Allá en Siria, mi nación, aprendí a amar todo lo que la tierra nos da. Mi origen está en algún rincón cercano al lago de Assad. Mi nombre es Siham, he pasado mi vida siendo tu vecina y la dueña de la frutería de abajo, y ahora me toca regresar. Quiero ver qué ha sido de mi hogar y mis raíces. Sé que destrozaste mi negocio porque no soportabas que acudieran al barrio gente diferente a ti, y lo siento, pero espero que soportes esta verdad. Pues la comida con la que te has alimentado tantos años provenía de un país que en nada se parece al tuyo, y fue recolectada por niños que en nada se parecen a ti. Y mira cómo has crecido…”
No podía leer más. Nunca he olvidado el gesto de esa mujer cuando todo se supo en el barrio. Llevaba años intentando ver mi hazaña como una niñería de juventud, pero no me libraba de la nostalgia que me producía no ver ninguna fruta en el mercado que me invitara a quedarme mirándola, sin más. Siham no lo sabría nunca, pero mi madre antes de morir en el hospital, mientras me agarraba las manos, se acordó del sabor de las cerezas de la frutería de abajo.
Y hay otra cosa que Siham no sabría nunca. Como que trabajo como psicólogo en un centro de acogida para demandantes de asilo. Hoy concretamente, hemos tratado la relación entre el odio y el miedo. Ellos los llaman الكراهية (Al karahia) y الخوف (Al khawf). Me sorprende cómo se parecen estos sustantivos en árabe.
Y hay otra cosa que Siham no sabría nunca. Como que trabajo como psicólogo en un centro de acogida para demandantes de asilo. Hoy concretamente, hemos tratado la relación entre el odio y el miedo. Ellos los llaman الكراهية (Al karahia) y الخوف (Al khawf). Me sorprende cómo se parecen estos sustantivos en árabe.
Mawi Justo.
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