Desde hace tres años paso parte de mis vacaciones de verano
en Nador, una ciudad del norte de Marruecos próxima a la frontera con Melilla,
para ayudar “en lo que puedo” al Equipo de la Delegación de Migraciones de la
Iglesia Católica de Tánger. Este año podría pensarse que era otro verano más que me disponía para hacer voluntariado con los inmigrantes
subsaharianos que esperan en los montes cercanos a la frontera para pasar a
España, bien saltando la valla o bien cruzando en patera hacia la
Península.
Pero no, este verano mi
sentir era distinto, pues desde hacía un mes estaba conviviendo con tres
subsaharianos (uno de Camerún y dos de Costa de Marfil), en Mambré, en la casa
que la Compañía de Jesús nos ha cedido a la Comunidad de CVX de Sevilla. Ellos me habían contado, otras veces he intuido, lo duro que había sido
la vida en los montes de Marruecos hasta
pasar a Melilla y en Ceuta. También por el voluntariado que realizo en Villa
Teresita conocía lo que las mujeres subsaharianas sufren en estos montes hasta
cruzar en barco o en patera a España y luego lo que les espera en la Península
hasta terminar de “pagar la deuda” que contraen con las mafias que las traen
engañadas, prometiéndoles que aquí van a encontrar un trabajo digno.Pero
este verano ha sido diferente porque lo he vivido con el corazón y la mirada en
Nador y las tripas y la cabeza en
Mambré, la casa de acogida.
Como médico he intentado poner mi granito de
arena ayudando en la valoración de las personas que malviven escondidas en los
bosques, y nos llaman al teléfono de la Delegación de Migraciones por motivos de salud. Allí trabajan una
religiosa Hermana de la Caridad, una Franciscana Misionera y un jesuita. Desde
un dolor de muelas, pasando por una diarrea por las condiciones antihigiénicas
del agua que beben, hasta una mujer embarazada que se pone de parto, o un niño
al que le toca vacunarse según el calendario… sin olvidar los múltiples casos
de sarna que hay o problemas respiratorios en personas asmáticas, dolores
musculares, articulares por los golpes y caídas que a veces sufren en las largas
caminatas que hacen para bajar desde los campamentos a las pequeñas aldeas para
recoger algo de comida y agua para seguir viviendo.
También
he estado en la Darhería, la casa “de los que nadie quiere”, acompañando a
personas con discapacidad física y psíquica que no tienen familia o que su
familia no los puede atender y son acogidos en esta casa y atendidos,
acompañados por personal contratado por el gobierno de Marruecos y dos Hermanas
de la Caridad españolas. Allí se les asea, se les da de comer, en ocasiones
salen a la calle, los que físicamente pueden, y se les ayuda a vivir lo más
dignamente posible a pesar de que, a veces, es escasa la relación que mantienen
con lo que les rodea.
Otro lugar especial,
bendecido por Dios y donde me he encontrado con los pequeños y los preferidos
del Señor, fue en la Casa de la Solidaridad, casa de acogida también. Seis
habitaciones construidas en la parte baja de la Delegación de Migraciones
destinadas a albergar a los subsaharianos con problemas de salud que ya no
precisan estar hospitalizados pero que, dadas sus condiciones, no pueden volver
a los bosques y que son atendidos por Franciscanas Misioneras. A veces son los
hombres que se recuperan de sus heridas y fracturas tras intentan saltar la
valla y son golpeados por la policía y también las mujeres que han dado a luz o
han abortado, muchas veces por las
condiciones de dureza en las que viven. También he visto este año casos de SIDA
avanzado, amputaciones por problemas de riego vascular, curas de heridas complicadas.
Y finalmente el comedor de los niños de la calle, atendido por la
Esclavas de la Virgen Niña lugar de acogida también para niños cuyas familias
tienen muchísimos problemas económicos, y en ocasiones estos pequeños piden por
las calles, para poder llevar algo de comida a casa. Allí se prepara comida
para dos turnos de niños, se les da un pequeño bocadillo para la noche y se
pasa un rato con ellos de juegos, canciones y dinámicas que les ayuden a dar un
poco de alegría y gozo a sus vidas…
Y todo esto acompañado por la vida en comunidad con otros
dos voluntarios: Luisa de Lérida, profesora de primaria y Jorge de Granada,
voluntario en Cruz Roja y dedicado a acoger a los subsaharianos que llegan en
pateras a las costas de Motril. Y los jesuitas que estaban ahora por allí: Rafa
Yuste, el superior de la Comunidad de Nador, Yeison de EE.UU. y Alberto Ares responsable de la Acción Social
de la Compañía de Jesús.Todos
compartiendo vida comunitaria y los quehaceres del hogar, movidos por un mismo
Espíritu para animar a los inmigrantes de la Casa de la Solidaridad en la
recuperación de sus heridas y darles motivos de esperanza, y cada uno desde una
perspectiva distinta, compartiendo sentimientos, que han enriquecido al resto del grupo y que
nos han hecho también superar momentos de tristeza y desesperanza ante tanto
sufrimiento humano.
Y
todos sintiéndonos tierra de acogida; lugar donde cada uno pone lo que es y
deja aún lado lo que tiene, donde no se juzga sino se vive la misericordia y el
gozo de ser hijos de Dios, un Dios único (aunque llamado de diferentes formas)
que se muestra en los más humildes, los sencillos, los que vienen de fuera, los
que nadie quiere y que sale a nuestro encuentro en el día a día, en cada
momento y lugar siempre que tengamos una mirada distinta para reconocerlo en
los más pequeños… en los preferidos de Dios.
Y por eso ahora, metida ya en el día a día
de mi trabajo, reuniones, voluntariado, vida en Mambré, lo veo como un
continuar caminando por la vida en un mismo tiempo, lugar, espacio sin
distinción entre lo que es vida familiar, trabajo, acción social sino un
implicarse en la vida, de manera algo distinta pensando más en el dar,
compartiendo debilidades, sin juzgar porque todos somos frágiles y sintiéndome
siempre TIERRA DE ACOGIDA.
Ana Sáenz de Santa María Rodríguez
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