miércoles, 14 de septiembre de 2016

DE MAMBRE A NADOR… SOMOS TIERRA DE ACOGIDA.

Desde hace tres años paso parte de mis vacaciones de verano en Nador, una ciudad del norte de Marruecos próxima a la frontera con Melilla, para ayudar “en lo que puedo” al Equipo de la Delegación de Migraciones de la Iglesia Católica de Tánger. Este año podría pensarse que era otro verano más que me disponía  para hacer voluntariado con los inmigrantes subsaharianos que esperan en los montes cercanos a la frontera para pasar a España, bien saltando la valla o bien cruzando en patera hacia la Península. 
Pero no, este verano mi sentir era distinto, pues desde hacía un mes estaba conviviendo con tres subsaharianos (uno de Camerún y dos de Costa de Marfil), en Mambré, en la casa que la Compañía de Jesús nos ha cedido a la Comunidad de CVX de Sevilla. Ellos me habían contado, otras veces he intuido, lo duro que había sido la vida en los montes de  Marruecos hasta pasar a Melilla y en Ceuta. También por el voluntariado que realizo en Villa Teresita conocía lo que las mujeres subsaharianas sufren en estos montes hasta cruzar en barco o en patera a España y luego lo que les espera en la Península hasta terminar de “pagar la deuda” que contraen con las mafias que las traen engañadas, prometiéndoles que aquí van a encontrar un trabajo digno.Pero este verano ha sido diferente porque lo he vivido con el corazón y la mirada en Nador  y las tripas y la cabeza en Mambré, la casa de acogida. 

Como médico he intentado poner mi granito de arena ayudando en la valoración de las personas que malviven escondidas en los bosques, y nos llaman al teléfono de la Delegación de Migraciones  por motivos de salud. Allí trabajan una religiosa Hermana de la Caridad, una Franciscana Misionera y un jesuita. Desde un dolor de muelas, pasando por una diarrea por las condiciones antihigiénicas del agua que beben, hasta una mujer embarazada que se pone de parto, o un niño al que le toca vacunarse según el calendario… sin olvidar los múltiples casos de sarna que hay o problemas respiratorios en personas asmáticas, dolores musculares, articulares por los golpes y caídas que a veces sufren en las largas caminatas que hacen para bajar desde los campamentos a las pequeñas aldeas para recoger algo de comida y agua para seguir viviendo.                                                                                                                                                                     
También he estado en la Darhería, la casa “de los que nadie quiere”, acompañando a personas con discapacidad física y psíquica que no tienen familia o que su familia no los puede atender y son acogidos en esta casa y atendidos, acompañados por personal contratado por el gobierno de Marruecos y dos Hermanas de la Caridad españolas. Allí se les asea, se les da de comer, en ocasiones salen a la calle, los que físicamente pueden, y se les ayuda a vivir lo más dignamente posible a pesar de que, a veces, es escasa la relación que mantienen con lo que les rodea.  

Otro lugar especial, bendecido por Dios y donde me he encontrado con los pequeños y los preferidos del Señor, fue en la Casa de la Solidaridad, casa de acogida también. Seis habitaciones construidas en la parte baja de la Delegación de Migraciones destinadas a albergar a los subsaharianos con problemas de salud que ya no precisan estar hospitalizados pero que, dadas sus condiciones, no pueden volver a los bosques y que son atendidos por Franciscanas Misioneras. A veces son los hombres que se recuperan de sus heridas y fracturas tras intentan saltar la valla y son golpeados por la policía y también las mujeres que han dado a luz o han abortado, muchas veces  por las condiciones de dureza en las que viven. También he visto este año casos de SIDA avanzado, amputaciones por problemas de riego vascular, curas de heridas complicadas.
               
Y finalmente el comedor de los niños de la calle, atendido por la Esclavas de la Virgen Niña lugar de acogida también para niños cuyas familias tienen muchísimos problemas económicos, y en ocasiones estos pequeños piden por las calles, para poder llevar algo de comida a casa. Allí se prepara comida para dos turnos de niños, se les da un pequeño bocadillo para la noche y se pasa un rato con ellos de juegos, canciones y dinámicas que les ayuden a dar un poco de alegría y gozo a sus vidas…

Y todo esto acompañado por la vida en comunidad con otros dos voluntarios: Luisa de Lérida, profesora de primaria y Jorge de Granada, voluntario en Cruz Roja y dedicado a acoger a los subsaharianos que llegan en pateras a las costas de Motril. Y los jesuitas que estaban ahora por allí: Rafa Yuste, el superior de la Comunidad de Nador, Yeison de EE.UU. y  Alberto Ares responsable de la Acción Social de la Compañía de Jesús.Todos compartiendo vida comunitaria y los quehaceres del hogar, movidos por un mismo Espíritu para animar a los inmigrantes de la Casa de la Solidaridad en la recuperación de sus heridas y darles motivos de esperanza, y cada uno desde una perspectiva distinta, compartiendo sentimientos,  que han enriquecido al resto del grupo y que nos han hecho también superar momentos de tristeza y desesperanza ante tanto sufrimiento humano. 

Y todos sintiéndonos tierra de acogida; lugar donde cada uno pone lo que es y deja aún lado lo que tiene, donde no se juzga sino se vive la misericordia y el gozo de ser hijos de Dios, un Dios único (aunque llamado de diferentes formas) que se muestra en los más humildes, los sencillos, los que vienen de fuera, los que nadie quiere y que sale a nuestro encuentro en el día a día, en cada momento y lugar siempre que tengamos una mirada distinta para reconocerlo en los más pequeños… en los preferidos de Dios.  

Y por eso ahora, metida ya en el día a día de mi trabajo, reuniones, voluntariado, vida en Mambré, lo veo como un continuar caminando por la vida en un mismo tiempo, lugar, espacio sin distinción entre lo que es vida familiar, trabajo, acción social sino un implicarse en la vida, de manera algo distinta pensando más en el dar, compartiendo debilidades, sin juzgar porque todos somos frágiles y sintiéndome siempre TIERRA DE ACOGIDA.      


Ana Sáenz de Santa María Rodríguez                               

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